E n medio de toda esa ruidosa epopeya imperial se
ve flamear esa cabeza aterradora, ese enorme pecho
surcado de ralámpagos, el hombre-falo, perfil augusto y
cínico, mueca de titán espantoso y sublime; en esas páginas
malditas se siente circular como un escalofrío de infinito,
se siente vibrar sobre esos labios quemados como un soplo
de ideal tormentoso. Aproximaos y oiréis palpitar en esa
carroña cenagosa y sangrante arterias del alma universal,
venas hinchadas de sangre divina. Esta cloaca está amasada
con azul de cielo; hay en esas letrinas algo de Dios. Cerrad
los oídos al choque de las bayonetas, al gañido de los cañones:
apartad la vista de esa marea oscinalente de las batallas
perdidas o ganadas; entonces veréis destacarse de esa sombra
un fantasma inmenso, deslumbrante, inexpresable; veréis
asomar por encima de toda una época sembrada de astros
el rostro enorme y siniestro del marqués de
Sade.
Swinburne.