Wednesday, November 22, 2006

Los
tragavómitos

Voy a necesitar una escalera que llegue lejos, a escudriñar la basura de los pelos. La bañera de un jubilado, los brillos de no tener qué carajo escribir porque no tenía el anotador cuando sí tenía y las líneas me brotaban como lanas de los dedos.
Y me decían algo así como que hay un río que corre por las veredas, abajo y arriba del cordón. Y ese mismo camino que todos pisan y respiran es agua en la que más o menos se mean y se vomitan, estornudan, y sobre todo pasan. Pasan las personas caminando por la vereda, río que nos divide y aglutina en un proceso que se come a sí mismo. Hay carriles invisibles, dimensiones paralelas que pueden atravesarse y sin embargo.... Quién se baja de la vereda para hablar con el cartonero des-acartonado; el maloliente, el anudado pelo canoso, ¿vale chistarle al bulto que duerme en la entrada del negocio de perfumes top? ¿Qué habría para decirle? Quién se detiene a mirar a alguien, quién se detiene, ¿quién se tiene? La paranoia nos tiene.
Por ignorarlos, es como temer al abismo. De todas formas el miedo está siempre, aunque uno salga a caminar sólo con lo puesto, porque se percibe la fuerza hormiguero, pujando muda desde abajo. Trabajadores silenciosos, humildes, sumisos. Y nada es gratis, ¿Cuál será el precio? Este ya es un precio por algo anterior. Precios de precios, como purgatorios hacia ninguna esfera suprema.
La gente que está en la calle parece poseer las veredas, sin embargo las masitas circundantes que creen sostener el sistema siguen su caminito a casa derechito sin patinarse con lo usado desperdiciado. Mientras tanto, se preguntan tal vez sin saberlo, cuándo estallará tanta quietud obediente de los que revuelven lo que los que pasan por al lado no quieren, y los espera la nada, pero se aferran a las bolsas de residuos en un intento absurdo por no perder la dignidad del trabajo. Sería tan fácil liquidar el resentimiento a los tiros, o con armas de boicot: a la estabilidad, al orden de los desperdicios, al consumo. Si se pusieran de acuerdo, si supieran. O tal vez vayan notando lentamente el poder que los congrega, y exijan algo más que nada. ¿Habrá que hacerlo por ellos?
Además existe el deseo de que desaparezcan para lavar culpas de falsa modestia, que extrañamente es consecuencia de algún vínculo de empatía, por pertenecer a la misma historia desde orillas encontradas. Su insurrección terminaría con la culpa fingida de la clase media que no encuentra méritos para no estar en donde están ellos, que en poco tiempo no tendrán columna y andarán como bichos sin vértebras secándose en el asfalto. ¿Habrá que hacerlo por ellos? ¿De qué serviría tal limosna?
Nadie movería un pelo por un extranjero que invade la quinta. El cáncer revienta por sí mismo, los tacos lustrados pisotean deshechos que hacen a la otra parte, los sacan a sus puertas y acomodan para regalo con patética condescendencia las sobras que constituyen el supermercado revuelto para acumular lo que chorrea desde el consumo. Y salen los que hasta ayer estaban adentro, tal vez sin entender, sospechando algún cambio, acurrucados con una esperanza en secreto, o acostumbrados y silenciados para siempre.